Mientras las musas me inspiren, cuando las sombras sean más largas y oscuras.

El vigía



La piel salada y el corazón solitario. Miles de amaneceres y atardeceres atrapados bajo su retina. El silencio del sol, el murmullo del mar y el sonido eléctrico de la lámpara gigante rezuman en sus tímpanos. En su fortaleza de piedra blanca, el cíclope marino que apunta su haz de luz incansable, barre la atmósfera húmeda, a veces tibia, a veces helada, de la bruma nocturna que flota a lo largo de la costa. Algunas veces su mirada verde se queda fija en el horizonte, esperando encontrar algo que le falta sin saber lo qué es. En ocasiones, sus ojos se tornan grises, otras azules, dependiendo del color de las olas. Con el verano el rumor de la playa atestada llega incesante durante el día, para dejar en silencio la noche tranquila. En invierno, en cambio, el único protagonista es el azul inmenso del cielo y del mar.  
En los días de tormenta, su refugio parece en precario equilibro, dejando entrever la cólera de Poseidón. Parece que las olas gigantes y espumosas quieran salir del mar y agarrarse con fuerza a la torre diminuta, para arrastrarla con ellas a las profundidades oscuras. Pero no lo consiguen. Se siente como un pino viejo y retorcido en un acantilado, con las raíces nudosas aferrándose a la roca reseca y a la escasa tierra quebradiza, aferrándose a la vida.
Su alma marina respira y exhala con cada ida y venida de las olas lamiendo la orilla, puliendo la roca redondeada, dando forma al paisaje como una mano invisible, incansable. Su pelo enredado y revuelto por la tramontana adormece su mente, ya de por sí distraída, confiriéndole un aspecto alocado. Una pipa ennegrecida por los años cuelga de su labio inferior imprimiéndole un aroma rancio y amargo. Su ropa, de otro tiempo, lavada infinidad de veces, gastada a mano, casi transparente, parece insuficiente en los días de frío intenso. Su piel morena y resquebrajada se deja ver por la camisa remangada hasta los codos y sus pantalones demasiado cortos. Bajo los párpados colgantes y arrugados, dos ojillos vidriosos, de color indefinido, contienen un destello que parece saber más de lo que dice.
Con los años, su mente, acostumbrada al ronroneo incesante de las olas, se siente confusa lejos del mar, como a quien le falta una parte del cuerpo. En cambio, desde su atalaya, parece que se quede escuchando un idioma extraño que el mar habla. Un código secreto que sólo los de su especie pueden descifrar. Ante la inmensidad, pasa las horas, en un diminuto océano, de un minúsculo planeta, de un pequeño sistema solar, perdido en la infinidad del universo.
El universo, en cambio, usa un idioma hermético, inescrutable, insondable, que nadie aun ha podido descifrar. En un océano infinito de estrellas, planetas, satélites, nebulosas, meteoritos, materia desperdigada, no hay nada definido, el caos es el orden de todos los elementos. Si parece que su mente se pierda en las profundidades del mar, el cielo nocturno le arrebataba toda esperanza de recuperar el rumbo perdido y lo sume en una amalgama inteligible de pensamientos desbocados e incontrolados. Desesperadamente, se queda las noches en vela para observar lo pequeño que es ante el cielo infinito, y siente, que se le escapa casi todo lo importante que hay por saber del mundo. Siente, que no es capaz ni de llegar a imaginar lo que sería entender ese idioma cifrado que contiene el universo y que sin embargo, está a la vista. Una vista corta y perecedera, tan breve como un instante efímero en el eterno caos. 
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